viernes, 28 de agosto de 2015

Testigo de lo grotesco | Por Borja Luna Díaz.


RELATO: TESTIGO DE LO GROTESCO

Con cinco maravedíes en el monedero, Don Aquilino de Rivera, maestro artesano arruinado, paseaba por las sucias y pestilentes calles sevillanas del siglo XVII rumbo  al mercado.

Tiempo atrás quedó el recuerdo de una Sevilla floreciente y majestuosa del siglo pasado, cuna y hogar de médicos, políticos, abogados, profesores y astrónomos. Tal era su grandilocuencia que aventureros extranjeros rezaban dicha frase: "Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla".

Llegando a la plaza principal, Don Aquilino observa a dos niños acercándose de forma cautelosa a un puesto de frutas.

El comerciante que vendía sus productos, alentaba a los clientes a través de un vozarrón que se alzaba más fuerte e imponente que la de sus competidores.

Aquellos dos niños cuya edad no superaba los diez años, vestían con unos simples harapientos rasgados que arropaba hasta la altura del vientre dejando la otra mitad de su esquelético cuerpo al desnudo.

El comerciante atendía a una pareja de mujeres enseñándoles una imponente sandía recién importada de Marruecos sirviéndose estas dos criaturas de la situación para llevarse consigo dos manzanas y tres plátanos.



El tendero debido al grito de estupefacción de las dos mujeres, vio aquel hurto y velozmente sacó de la despensa un enorme bastón de roble e inició la persecución de aquellos dos desamparados, aullando como alma que lleva el diablo.

-¡Deteneos malditos ladrones! juro por lo más sagrado que os mataré a palos si os pillo, ¡muertos de hambre!

Los escuálidos chicos corrían huyendo del vendedor, con tan mala suerte que uno de ellos víctima de la tensión, tropezó con un guijarro cayendo de morros contra el suelo arenoso partiéndose la nariz.

El hombre con el bastón en la mano, se paró a escasos metros de él, chorreando sudor por su cuello moreno mientras que el otro chico, entre sollozos, rogó el perdón de su compañero.

-¡No lo mates por favor! ten misericordia.

Pero aquel tendero no estaba por la labor de concederles tal gracia. El niño tirado en el suelo, escupía polvo y sangre.

-Miserables gusanos... ¡esa fruta que tenéis en entre las mugrientas manos valen más que  vuestras vidas de bastardos!

Y acto seguido, alzó el bastón propiciándole al herido sendos golpes en el rostro y la cabeza, tiñendo de rojo aquella mañana en el mercado.

El compañero de la víctima, al ver tal macabra escena de su amigo tirado en el suelo sin vida y con la cabeza abierta, se fue sollozando entre la multitud expectante pero pasiva ante tan lamentable espectáculo.

El vendedor limpió el bastón cubierto de sangre entre el ropaje del muerto, reanudando su marcha al puesto de frutas mientras una manada de perros callejeros se comía los sesos esparcidos de aquel muchacho.


Escrito por Borja Luna Díaz.

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