Yo,
ciudadana francesa, quiero decir que mi país me da miedo. Ya no es
el país del amor o el país de los derechos humanos. Mucho tiempo se
le ha puesto en la cuna del mundo, pero ¡cuidado! que ya se viene
para abajo, caído bajo su propio peso.
Francia
tiene miedo: los ciudadanos de sus políticos y sus instituciones,
los políticos de las elecciones y de sus ciudadanos. Se legitima y
se constitucionaliza el miedo y el odio. No quiere ver sus problemas
y sus propias deficiencias, entonces, crea una diversión, un
supuesto “enemigo común”.
Francia
no quiere mirar de nuevo su pasado. No quiere ver sus fallos en la
integración de una parte de la población. En vez de trabajar y
educar con sus diferencias internas, ha estigmatizado y demonizado
una parte de ellas.
Ya
no me siento feliz en medio de esta jungla. Y al mismo tiempo, me
siento cómplice de este sistema. ¿Por qué? Porque esta legalidad
fue votada por personas que deberían representarme: los
parlamentarios. Yo no querría y no quiero de la reforma
constitucional actual. En cambio, los parlamentarios de la Asamblea
Nacional se hicieron cómplices, huyendo del hemiciclo. Sobre un
total de 577 diputados, 441 estaban ausentes. Se adoptó la reforma
constitucional con 103 votos a favor y 26 en contra (y 7 se
abstuvieron de votar).